Hasta el aire que despeinaba mi cabello, me decía que aquel tenía que ser un buen día; y muy probablemente no sólo eso, sino también el día que cambiaría mi vida; el que me traería eso que tanto tiempo había buscado; y que a pesar de haberlo intentado todo, nunca lo había conseguido.
Tal vez sí lo tuve por momentos; pequeños momentos que me siguen manteniendo viva; pero nunca he conseguido tenerlo en plenitud. Eso de lo que hablo es simple, pero parece que encontrarlo es más difícil de lo que cualquiera pudiera pensar.
Un día, cansada de sentir ese vacío que me ahogaba, decidí hacer lo que puede sonar como una locura. Sin pensar ni siquiera en cómo iba a conseguirlo, salí de mi casa un domingo un poco antes de que el sol comenzara a iluminar las calles; encendí mi carro con miedo de que me dejara abandonada a medio camino, pero con la completa decisión de llegar a mi destino fuera como fuera y comencé a avanzar.
¿Hacía donde avanzaba? No tenía idea, pues tal como la gente lo contaba, no había nada que indicara cómo llegar a la montaña, pero si tu alma estaba preparada para recibir los consejos del sabio, no importaba el camino que tomaras, de una u otra forma llegarías con él.
Yo no sabía si mi alma estaba preparada, pero estaba dispuesta a intentarlo todo para llegar a la cima de la montaña y encontrar lo que tanto había buscado: mi felicidad.
Maneje desde antes de que saliera el sol hasta que se volvió a esconder y hasta que apareció de nuevo; no sé que pasó conmigo que pasé más de veinticuatro horas sin comer y nunca tuve ni la más mínima sensación de hambre, ni de desesperación por llegar, ni de cansancio. Lo único en lo que podía pensar era en que no importaba lo que tuviera que pasar para llegar, al final todo iba a valer la pena.
Todo el camino fue de total reflexión para mi, y llegue a sentirme como si estuviera en un sueño, o fuera de la realidad. Fue hasta que vi esa imagen impresionante que no olvidaré jamás, que supe que lo que estaba viviendo era real.
La gran montaña se paró ante mí, como retándome, abriéndome los ojos a lo que estaba a punto de enfrentarme, y recordándome que no iba a ser nada fácil llegar a mi destino, pues aunque ya estaba en la montaña, me faltaba un largo camino por recorrer.
Sin dudarlo, y aceptándole el reto a la gran montaña, empecé a caminar. Eran no más de las 7 de la mañana, el cielo estaba totalmente despejado y el sol calentaba todo mi cuerpo sin molestarme en lo más mínimo. La montaña estaba atiborrada de árboles, pero a diferencia del camino que tuve que hacer en carro, aquí si estaba bien marcado, seguramente por los miles y miles de pares de pies que habían caminado por ahí para ir en busca de los consejos del sabio.
Esta vez no tuve tiempo de pensar en nada, ni de reflexionar el porque de mi vacío interno; me dedique simplemente a observar la maravilla que se postraba ante mis ojos. Árboles de una infinidad de especies diferentes, pájaros de colores que ni siquiera sabía que existían y que cantaban como querido anunciarme algo; un cielo despejado en el que de vez en cuando aparecían nubes que eran más como pinturas en óleo, todas con formas diferentes y perfectamente detalladas; un aire fresco que me daba aliento para seguir con mi camino; una señora que tendía su ropa acabada de lavar, mientras veía orgullosa a sus hijos que jugaban con el lodo a hacer diferentes figuritas. Me impresionó ver lo feliz que se veía toda la gente, aun con lo poco que tenían.
Caminé por más de cinco horas, que en realidad se me hicieron como cinco minutos, hasta que llegue a la cima. Desde abajo nunca creí que en la cima cupiera una casa de tal tamaño; era inmensa además de hermosa; construida con nada de tecnología pero sí con mucha paciencia y dedicación. La casa era de un solo piso y con el techo plano, y todo el rededor tenía ventanales que iban del piso al techo y que seguramente proporcionaban al sabio una vista incomparable.
Me quedé maravillada observando la casa y la vista que había desde esa altura, sin siquiera parpadear, hasta que la mano del sabio en mi hombro me hizo reaccionar. Él era un hombre de estatura media, delgado, con muy poco cabello en la cabeza, pero una barba larga que caía sobre su pecho como un velo de novia. Tenía un temple muy tranquilo, cómo si nada en la vida le preocupara; y caminaba a paso lento pero firme, sin dudar ni un segundo de lo que iba a hacer.
El sabio me tomó de la mano y me llevó a la parte de atrás de la casa en donde la vista era diez veces mejor que al frente. Nos sentamos en unos troncos de madera a no más de veinte centímetros del borde de la montaña y sin decir una palabra, comenzó a escarbar la tierra y sacó una piedra muy parecida al ámbar pero de color azul muy brillante y que en el centro tenía escrita en color verde y aún mas brillante que la misma piedra, la palabra “TÚ”, y me dijo, esto es todo lo que necesitas para encontrar lo que tanto estás buscando.
Yo me quedé fría y desilusionada por un momento, pensando en que cómo era posible que hubiera pasado por tantas cosas para llegar hasta ahí y que la palabra “TÚ” fuera lo único que el sabio me iba a decir. Por supuesto que le pedí que me explicara porque no entendía nada, pero sólo me respondió: “Se tú, te prometo que no llegarás a tu casa sin antes haberlo entendido todo”
Ya había llegado hasta aquí y no era momento para abandonarlo todo, así que tome mi piedra, le di las gracias al sabio y comencé mi camino de regreso, sin dejar de pensar en cómo la palabra Tú, me iba a ayudar a encontrar mi felicidad.
En el camino, volví a encontrarme con la señora que horas antes tendía su ropa, pero esta vez estaba sentada en una silla de madera muy vieja, leyendo un libro y con una sonrisa en el rostro, y comencé a imaginar lo aburrida que sería su vida, sin nada de lujos, sin televisión, sin lugares a donde ir, solo leyendo y lavando ropa, hasta que por fin lo entendí.
Yo tenía muchas más cosas que ella; televisión, una casa grande, un carro que si no era el mejor, me transportaba a todos lados, podía ir al cine, al teatro, a la plaza y aún así no era feliz. Y no lo era porque tenía la idea errónea de que la felicidad estaba en las cosas materiales, o en una tener una pareja, o en tener comodidades, cuando para poder ser feliz debía primero fijarme en mi interior, saber quien era yo y proyectar eso a los demás.
Toda mi vida intenté ser lo que los demás querían que fuera, para así poder agradarles, pero nunca fui realmente yo, nunca pensé en mí ni en lo que me hacía feliz a mí. Lo que el sabio quiso decirme fue que para ser feliz, debía ser yo y buscar la felicidad en mí y no en nada ni en nadie más.
Y ahí, en medio de la montaña, con una sonrisa en la cara, comencé a ser yo; comencé a ser feliz.
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